Cuando mis amigos vienen a casa y ven las estanterías donde tengo todos mis discos, se sorprenden bastante al ver las baldas -sí, en plural – donde están los suyos. Poco o nada tiene que ver su música con el resto de las cosas que suelo escuchar, pero lleva siendo parte de mi banda sonora casi 25 años.
No todas las canciones me gustan; hay discos a los que nunca vuelvo; y, si me dan a elegir, prefiero sin duda escucharla en italiano. Pero sigue acompañándome, que no es algo que pueda decir de muchas otras de las cosas que escuchaba cuando la descubrí a ella.
Fue allá por el año ’94. Tenía unas amigas que podían pasarse horas cantando y en su repertorio habitual se habían colado dos canciones que consiguieron que también terminasen metiéndose en mi cabeza. Es posible incluso que tardase meses en oírlas en su versión original, pero aquellas canciones ya me acompañaban también a mí.
El trabajo de mi padre no me alejó de Marco, pero sí temporalmente de mis amigas, y por esa época tuve que pasar un año fuera de España. Un año de lo que casi parece otra era, una que poco se parecía a este mundo ultraconectado en el que vivimos ahora. Ni redes sociales, ni email, ni whatsapp… Ni siquiera apenas teléfono porque el precio de las llamadas de larga distancia era prohibitivo. La única vía para estar en contacto entonces era la postal. Y yo, persistente que ya era entonces, me harté de pedirle a mis amigas en mis cartas que, por favor, me enviasen la letra de aquellas dos canciones.
Tardó, pero al final llegó el día en que encontré en el buzón una carta que, además de mil batallitas sobre la preadolescencia de mis amigas de siempre, llevaba la letra de La Soledad -«ahí va la letra que tanto querías, pesada», era el comentario que la acompañaba-.
Aquello, que podría ser una anécdota más de mil, está muy grabado en mi memoria porque la primera vez que experimenté la pérdida de alguien cercano fue, precisamente, la de aquella amiga, que -en una de esas cosas incomprensibles que a veces suceden en este mundo- enfermó y nunca pasó de la adolescencia.
Para entonces, hacía 4 años que yo había vuelto de mi exilio temporal y, aunque la relación con ellas -con ella- no era igual y nuestros caminos se habían separado algo, el vínculo seguía ahí: nos habíamos conocido en pañales, habíamos compartido juegos, confidencias y alguna que otra pelea, y era, inevitablemente, una de las personas omnipresentes en buena parte de mis primeros recuerdos.
24 años después de escucharla por primera vez y de aquella letra manuscrita en mi buzón y casi 19 desde que se quedó sin fuerzas para seguir peleando, sigue resultándome inevitable acordarme de ella cada vez que suena. Y estoy convencida de que el jueves en Madrid no será la excepción.
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